Comencé a escribir esta entrada cuando todavía seguíamos en Estado de Alarma, aunque con el alivio de las medidas que traía cada nueva fase de la llamada desescalada, ya entonces parecía que el confinamiento estricto había sido mucho tiempo atrás. Quería, antes de que volviéramos a eso que yo llamo la nueva anormalidad, tratar de fijar algunas de las vivencias que quedaban en mi memoria de ese inaudito confinamiento. El final de curso tan ajetreado y las vacaciones tan raras, llenas de interrupciones y de incidencias, han hecho que retrasase la publicación de esta reflexión, sin la cual tampoco puedo pasar página y seguir escribiendo. Voy por tanto a ello, ahora que mediado septiembre vuelvo de lleno a mi actividad laboral.
En primer lugar diré que, aunque me quejé mucho de no poder salir a pasear en solitario (como lo llevo haciendo 40 años seguidos por el mismo trayecto durante una hora diaria) y tuve que suplirlo recorriendo miles de veces el largo y sinuoso pasillo de mi casa, la reclusión por tantos días en el hogar me suscitó también sensaciones inesperadamente placenteras.
Siguiendo a Rilke y su afirmación de que la infancia es la verdadera patria del ser humano, el confinamiento ha tenido para mí mucho de retorno a la patria de la infancia. Desde que en la adolescencia la abandoné, saliendo de casa todos los días del año (salvo enfermedad o inminencia de un decisivo examen), primero para pasar el rato con los amigos; más tarde para pasear o ir al cine con mi novia, y después para innumerables reuniones en todo tipo de plataformas de compromiso militante durante décadas, reducidas al mínimo durante los años de crianza de los hijos, y recuperadas con intensidad en los últimos lustros; nunca había vuelto a sentir tan presentes, y agradables, paradójicamente, algunas sensaciones de la vida casera de la infancia, entre los íntimos, dentro de las cuatro paredes del hogar, comunicado con la calle por el balcón, en el que jugábamos a la china, o patinábamos, y desde el que veíamos pasar a la gente. Hoy no tengo balcón, tristemente, pero las ventanas han hecho un poco esa función de contacto con el mundo exterior, y además con una complicidad emocionada con vecinos desconocidos, a la hora del aplauso diario.
Para el cuarto día, ya había captado la trascendencia de lo que estaba ocurriendo, y publiqué en mi blog un texto titulado "Reflexiones desde un confinamiento concienciador". Pero también por esos días ya me había sumergido por completo en la nueva realidad de una vida reducida al hogar, en mi nuevo papel de las etxekoandres de antes, a tiempo completo, pues a la señora que nos ayuda en la limpieza semanal le dimos permiso retribuido. Este papel ya lo había desempeñado sobre todo en los veranos, pero nunca antes lo había hecho como encerrado en un convento de clausura. Recuerdo cuando visité uno de éstos y pregunté a los monjes qué era lo más duro de una vida tan retirada, y la sorpresa que me causó que lo peor no era haber abandonado una cátedra universitaria o la capacidad de moverse libremente por el espacio exterior, sino que lo más difícil era la convivencia, incluso con aquellos con los que no se podía hablar en la clausura. En la mía sin embargo, la convivencia no se resintió en ningún momento, y estoy orgulloso de que mi papel haya sido decisivo en ello, disfrutando de procurar buena acogida y servicio completo a una esposa desbordada por el trabajo anti-COVID y a un hijo periodista freelance, volcado en reflejar el confinamiento desde la calle, con su carnet en el bolsillo, con la pluma y con su cámara de fotos.
Apenas me quedaba tiempo libre para nada, desde luego no para ver series como tanta gente hacía, pues además de hacer la compra (también para mi madre y mi suegra), limpiar la casa y cocinar todas las comidas de los 7 días de la semana, las jornadas laborales (y a veces momentos de las festivas también) teletrabajaba con mi ordenador y mi teléfono.
Internet fue mi tabla de salvación para no caer en los 100 metros cuadrados de neurosis, que afectaban a tantas amas de casa de nuestra infancia. La red ha sido vital en mantenerme unido al mundo, a pesar de estar encerrado, y estrené las videollamadas de whatsap, leí cosas interesantísimas sobre la situación, celebré incontables telereuniones, interactué en twitter y facebook, donde me ayudó mucho recordar antiguos viajes o salidas que ahora no podía hacer.
Los fines de semana, en que mis cohabitantes también trabajaban, procuré distinguirlos de los días de labor. Así, ya desde el jueves iba comprando algún capricho para cenar el viernes y el sábado, y darle un aire de encuentro especial. Además, algún sábado por la noche disfrutamos en familia de una buena peli por televisión, cosa totalmente inusual en una pareja tan callejera y con un hijo de 22 años.
En este inesperado retorno a la vida tranquila de la infancia, no faltó el miedo. En primer lugar a enfermar, sobre todo cuando mi esposa se empezó a poner la masacarilla en casa, porque habían contraído la enfermedad varios de sus compañeros de trabajo. Durante 4 semanas me fui a dormir a la habitación vacía de la hija independizada, volcada en la teledocendia y con la que nos telecomunicábamos a menudo. Miedo a la muerte de mi suegro, que en plena semana santa se vio afectado por una neumonía bilateral como las que había tenido otras veces, y que tras dar negativo varias veces en la PCR, terminó reponiéndose en Ubarmin y volviendo a casa. Miedo a que mi madre no aguantara la soledad del confinamiento, tras 21 años de viudedad.
Por muchos años que viva, nunca olvidaré estos meses, y creo que junto a una realidad tan dura y desagradable, siempre recordaré también que para nada fui infeliz.
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